La especie humana ha conservado el hilo umbilical que la unía al árbol y al bosque hasta tiempos muy recientes. La relación íntima con la tierra nos proporcionaba unas raíces de naturaleza vital, racional y espiritual, y existía una clara conciencia de nuestra dependencia absoluta del mundo al que pertenecemos.
En estas páginas contemplamos antiguos vínculos afectivos e identitarios que explican las relaciones de culto y veneración, así como la protección de los bosques que a su vez nos amparan y protegen. La antigua selva estaba habitada por presencias y espíritus tutelares. En cada árbol y cada ser vivo latía una conciencia bien conocida y reconocida por nuestros ancestros. El bosque y el paisaje nos cultivaban en una relación recíproca de domesticación y perpetua coevolución.
Hoy en día, se han roto los puentes de entendimiento. Hemos perdido el sentido común de lo sagrado, los lazos primigenios de unión y convivencia que aseguraban el respeto hacia el resto de los seres y el entorno que nos sustenta.
Quizá aún es posible reinventar algunas de aquellas fórmulas de transmisión de memoria y sabiduría para recordar que vivimos por los árboles. El bosque de antaño continúa gestionando el suelo y el agua, controla los incendios, el calentamiento global y el clima local. Aporta oxígeno y vitalidad. También inspiración y cordura para una especie animal que parece haber perdido el juicio y está, sin saberlo, más necesitada que nunca de la vitalidad y la belleza que perviven en el bosque.